Hace poco tuve otro de esos encuentros frecuentes en los que el interlocutor manifiesta lo decepcionado que está con la universidad colombiana. La queja usual es que no prepara a la gente para lo que él necesita en su empresa o su organización. Casi siempre respondo con el ejemplo de quienes en los años sesenta se quejaban de que no se formaban suficientes ingenieros de motores de vapor. La gente tiende a definir las funciones de las instituciones sociales con la visión estrechísima de sus gustos y necesidades y del instante que viven. El título de esta columna serviría para un libro grueso, pero no sobra reflexionar de vez en cuando sobre el asunto, aunque sea en pocas líneas.
La universidad que llamamos (no muy correctamente) occidental nació hace 930 años en Bolonia, y desde entonces la pregunta de para qué sirve ha tenido diferentes respuestas. En el año 1088, Italia era una de las regiones más cultas del mundo. Sin embargo, menos del 10 por ciento de sus habitantes sabían leer y escribir. Por tanto, una universidad en ese momento le servía a una élite muy pequeña. En el caso de la de Bolonia, servía (hay que decirlo sin cuentos) para conservar y transmitir generacionalmente los privilegios de unas pocas familias. Se fundaron otras universidades; algunas servían a los intereses de la Iglesia; otras, a los de los monarcas, pero siempre atendían a una pequeña élite, pues hasta principios del siglo XIX, la población analfabeta en el mundo seguía siendo del 90 por ciento.
El ‘para qué’ de la universidad fue cambiando durante los dos últimos siglos. En Francia se consolidó la universidad napoleónica, una institución para el Estado no solo por los ingenieros militares que le suministraba a Napoleón, sino por su participación en la expansión cultural y científica de su imperio. Algo más tarde surgió la universidad humboldtiana, en un entorno humanista que propendía hacia el desarrollo del individuo. Ese modelo se propagó, con matices diversos, en Europa occidental y el mundo anglosajón. Lincoln, en Estados Unidos, le adicionó un ‘para qué’ importante cuando, en el acto de creación de la que hoy es la más grande y poderosa red de universidades públicas del mundo, definió que su deber era llevar educación a los hijos de los campesinos. La universidad se convirtió entonces en un instrumento democratizador.
No basta con formar a alguien en los secretos de un oficio. Se espera que el egresado sea también una persona ética y socialmente responsable.
En el siglo XX y lo que va del XXI han surgido nuevos retos y se han perfilado mejor otros antiguos. El reto central sigue siendo la formación individual, pero con características adicionales. No basta con formar a alguien en los secretos de un oficio. Se espera que el egresado sea también una persona ética y socialmente responsable.
Las naciones tienen, a su vez, nuevas expectativas de sus universidades. Esperan que no solo cumplan su papel como formadoras, sino que actúen protagónicamente en su desarrollo económico, cultural, científico y social y promuevan la igualdad de oportunidades entre sus jóvenes ciudadanos.
Su antiguo papel de transmisoras de conocimientos se transformó en el de generadoras de estos. La investigación científica se volvió fundamental en el proceso educativo, en las respuestas que dan las universidades a las preguntas que la sociedad les hace y en sus aportes a la solución de problemas usualmente muy complejos, que no se abordan con el mismo nivel de conocimiento, desinterés y objetividad en otros ámbitos. Dicho en muy pocas palabras, el ‘para qué’ de la universidad moderna se redefinió en la formación amplia, integral y democratizadora de los jóvenes y en la construcción de un importante potencial de respuesta a los problemas de la sociedad. Ahora, la pregunta que quedaría para otra columna es qué tan bien lo estamos haciendo nosotros.// MOISÉS WASSERMAN - El Tiempo
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