La Universidad es una de esas instituciones sociales antiguas
-la primera universidad se remonta al siglo XI- constituida por una comunidad de
profesores y alumnos cuyo fin es la búsqueda del conocimiento trasladándolo a la
sociedad. Por ello no solo la transforma, sino que se transforma con ella, sin
perder su sentido original. En este contexto el profesor interactúa con los
estudiantes enseñando no sólo conocimientos -el maestro-, sino el proceso de
cómo generarlos -el investigador-.
Son tres las características que nos permitirían señalar si una
institución que imparte formación es una universidad o, sencillamente, una
escuela profesional o una academia más o menos sofisticada cuyo objetivo final
es extender un título para ejercer una profesión.
La primera es el papel del profesor que debe inculcar un
proceso permanente de generar conocimiento en sus alumnos y no limitarse a
impartir un conocimiento consolidado que año tras año repite a sus alumnos de
forma cansina y obsoleta.
Pero el conocimiento impartido debe de ser universal, tanto en
sí mismo, como en los alumnos, pues es parte de su formación, que sean un
conjunto diverso, que provengan de ámbitos culturales y lingüísticos muy
distintos. Para lograrlo es imprescindible la movilidad de los profesores y su
pertenencia a redes de contactos internacionales. Este aspecto era común en las
universidades del siglo XIII y siguientes, pero en España, en los últimos
decenios, se perdió la universalidad y se instaló la endogamia. La falta de
dominio de la lengua inglesa, como era el latín en los siglos mencionados, quizá
tenga gran parte de la culpa.
La tercera característica es la innovación en un sentido
amplio y no sólo en su versión más tecnológica en forma de una patente. Me estoy
refiriendo a que la universidad debe de transformar la sociedad y para ello el
conocimiento no sólo debe ser conocido por ella, sino que debe poder aplicarlo a
resolver parte de los problemas o a generar nuevas oportunidades. No acepto la
excusa de que ello es mercantilizar la universidad. Para que la levadura
fermente el pan, debe estar en la masa y no encerrada en un castillo de marfil.
Con poca diferencia de tiempo se produjo el Acuerdo de Bolonia
(1999), la firma para la creación del Espacio Europeo de Educación Superior
(Lisboa, 2000) y la aparición del primer ránking de universidades que adquiriría
relevancia mundial (2003) en el que las universidades de investigación copaban
los lugares más destacados.
El Acuerdo de Bolonia se observó con preocupación en los
Estados Unidos al entenderlo como una movilización europea que podría traer como
consecuencia un desplazamiento a Europa de alumnos que, tradicionalmente, iban a
ese país. Parecía evidente que Europa trataba de organizar un sistema más
atractivo, con nuevas metodologías educativas, con mayor movilidad de
profesores, alumnos y futuros profesionales para acortar la distancia con el
sistema americano visto, no sin razón, como el más eficiente.
Algunos de estos aspectos no se han alcanzado, pero los alumnos
se mueven por Europa en una mayor proporción con acuerdos firmados entre
universidades, se ha recuperado la vieja idea de que universidad viene de
universalidad, los alumnos más competitivos seleccionan las universidades y
especialidades donde completar sus estudios y hay programas de máster y
doctorado compartidos por consorcios de universidades europeas, etc. Todo esto
se va reflejando en los ránkings y la opinión pública recibe información a
través de los medios de comunicación sobre la situación en ellos de sus
universidades. Pero en ellos las universidades españolas siguen desaparecidas y
en el ránking Webometrics, el único que califica a 24.000 universidades del
mundo, este 2015 sólo hay una sola universidad española (la de Valencia) entre
las 100 primeras y seis más entre las 200 primeras. Algo nos está advirtiendo de
que necesitamos más cambios en el ámbito universitario.
La llamada Universidad de investigación se caracteriza por
tener una docencia relevante y con gran proporción de alumnos internacionales,
sobre todo, en programas de máster; realizar una investigación que se traduce en
publicaciones, patentes, etc., de impacto mundial, y tener una relevancia en la
sociedad que percibe que, esa institución, contribuye a su desarrollo,
concretándose en trabajos de muy diverso tipo, promovidos junto con empresas,
gobiernos en sus diversos niveles, instituciones públicas o privadas, etc., que
aportan así, además, una importante financiación a la universidad.
Vemos que la Universidad de investigación mantiene el sentido
genuino de universidad y su prestigio. Pero para asimilar ese arquetipo hace
falta cambiar nuestras estructuras, poniéndolas al servicio de la investigación.
Ahí está la clave de lo mucho que nos lastra la estructura universitaria actual.
Hacia una política de Estado. El año 1986 se puso en marcha la
Ley de la Ciencia que trajo como consecuencia en el año 1989 la creación de un
sistema de apoyo retributivo para profesores universitarios e investigadores del
CSIC basado en la evaluación, en periodos de seis años, de la intensidad
investigadora; los conocidos sexenios de investigación. Fue una medida de gran
eficacia y tras 27 años de aplicación, en la actualidad somos el octavo país del
mundo por número de publicaciones científicas. Es evidente que cantidad, no es
calidad, pero es un gran paso adelante y ejemplo de cómo una medida política
puede movilizar todo un colectivo de decenas de miles de profesores
universitarios e investigadores.
España carece de una política nacional de I+D+i. Como algunos
autores han destacado, cada vez que ha cambiado un Gobierno en la joven
democracia española, ha cambiado la dependencia administrativa de la
Investigación, lo que indica que además de intangible es invisible para los
políticos, como también lo parece indicar que en el 2013 se suprimieron todas
las ayudas públicas a la I+D como una de las medidas anticrisis, lo que no hizo
ningún otro país europeo, ni siquiera Portugal o Irlanda. Pero creo que existen
otros dos problemas adicionales: la creencia de que la investigación la realizan
fundamentalmente los Organismos Públicos de Investigación (OPIs) y no las
universidades -cuando ya absorbemos más del 50 % de los recursos en
investigación-, a lo que hay que añadir la complejidad añadida porque la
dependencia administrativa de éstas son las Comunidades autónomas, mientras los
OPIs dependen de la Administración General del Estado.
Creo que hay que abordar un Pacto por la innovación como
política de Estado como uno de los pilares del desarrollo económico y social, y
por lo tanto sujeto a un marco de estabilidad a medio plazo imprescindible para
que sea eficaz:
1) Potenciar el papel de la Universidad con medidas que
liberalicen su sistema de gobierno, modelo de financiación en base a resultados
y a posicionamientos en los ránkings existentes, flexibilidad en la contratación
que permita incorporar investigadores de talla mundial y formar así equipos de
primer nivel facilitando así la captación de recursos externos con un adecuado
reconocimiento. Un nuevo sexenio vinculado con la innovación ayudaría a
movilizar el conocimiento acumulado por la política aplicada sobre los sexenios.
2) Reformulación del Plan Estatal de I+D+i con criterios de
participación en su diseño de los sectores productivos para poder orientar, como
se hizo durante años, líneas estratégicas necesarias para la sociedad y sobre
todo concentrar esfuerzos económicos públicos en áreas donde tenemos potencial.
No somos buenos en todo y ante todo los recursos públicos deben estar donde más
puedan beneficiar al posicionamiento de nuestro país en el concierto
internacional.
3) Introducir medidas fiscales más eficaces que las actuales y
de reconocimiento social que fomenten el mecenazgo y los donativos a las
universidades por parte de empresas, fundaciones, etc., siempre que impliquen -y
se evalúen con un sistema ágil- la puesta en marcha de proyectos, acciones o
equipamientos que fomenten la Innovación.
4) Reforzar la orientación de la Universidad como foco de
desarrollo e innovación adoptando medidas e instrumentos que refuercen su
reconocimiento social: acciones de promoción y visibilidad, tratamiento
específico en los planes de estudio de la innovación, acciones para introducir a
los alumnos de últimos cursos en el área de I+D+i, proyectos y trabajos
preprofesionales, potenciación de programas Máster de excelencia con un sistema
de evaluación para darlo a conocer, etc.
Estamos saliendo de una crisis sin precedentes en tiempos
recientes, tenemos motivos para afrontar el futuro con optimismo realista. Los
diversos candidatos a gobernar España en los próximos cuatro años se afanan en
ilusionarnos con un país mejor a través de políticas que pondrán en marcha si
consiguen gobernar. Ojalá se den cuenta que en este tema tenemos que ir todos a
una. Hemos de ser conscientes de que es preciso contar con la sociedad civil
para sacar adelante este reto que como sociedad avanzada en el conocimiento
debemos acometer. El instrumento ya lo tenemos: ¡La Universidad!
Adolfo Cazorla es catedrático de la
Universidad Politécnica de Madrid. Ha sido viceconsejero de Economía de la
Comunidad de Madrid.// El Mundo.es
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